domingo, 6 de julio de 2008

Un poema singular, para un amigo excepcional

Sobriamente, he dedicado y leído este poema a mi amigo, José Pablo Medrano, quien ha dedicado, a su vez, sus mocedades al tan arriesgado escrutinio de la Antigüedad y su literatura. Él me dio la idea, la imagen perfecta: Vinent, en el banquillo; el furioso pueblo en torno, el necrófilo juez del Santo Oficio; el poeta sujeta un jarro con agua como si fuera una copa de vino... entonces, inerroga el fiscal y el mimo traduce con señas las palabras y el tono enfurecido con que han sido dichas:

"¿No es verdad, Marqués de Hoyos y Vinent que, tras el saqueo de esa Casa del Señor, su merced obtuvo, entre otros objetos sagrados, el grial de la consagración, labrado de oro puro y que, con él, ejercia usted sus horrendos improperios?

(el Marqués toma un sorbo del jarro, el mimo se esfuerza en sus señales airadas, el fiscal mira en deredor con el triunfo llameando en sus ojos de cristales redondos y arroja su saeta reservada, la voz en pecho, en un crescendo que lo conducirá al grito)

¿No usa su merced, según las delcaraciones que aquí tengo, de tomar... el semen de jovenzuelos de la copa de Cristo?"

(se paraliza el Tribunal, se escucha la honda y coral interjección propia del asombro; Vinent asiente al mimo, en señal de que ha entendido la pregunta y con su voz de sordo grita...)

"¡Su excelencia! Eso es un infundio horrendo... Yo siempre he preferido tomarlo directamente."



Canto a la tragedia de Vinent

A José Pablo Medrano

Tanto he amado,
he amado al mundo más allá de sus raíces,
más allá del abrazo de mortandad que lo envuelve
-humus anónimo. ¡Yo me he metido en su corazón!

El viaje obsceno:
todas sus bocas abiertas ante mi huida,
todos sus ojos cerrados en mi vacío abúlico.
Este peso enrojecido que las manos carga loco.

El oro, espuma
que llorar quiere en el oro de mi dolor.
¡Es tu oro, juez! El mío simplemente es oro.
Es oro sin lumbre, es plomo ornado de niñerías

¿Son tus heridas?
Clavo este silencio en su llaga de muchacho,
mi lengua envuelve al mundo como una pesadilla
que sueña el suplicio de la hora febril, entre danzas.

¡Deja que baile!
Toca este cuerpo que aún baila entre los fuegos,
acerca ese aliento perfumado de tu piel tibia;
en el imperio de la muerte, vida se regocija.

¡Esta locura!
(beso inmaculado de la serpiente roja)
me conduce en una calesa herrumbrada y nocturna;
oh, tan nocturna como el viento, como el viento amargo

que insufla en mis pulmones una nueva canción.