jueves, 18 de marzo de 2010

Los Relatos Paganos ven la luz



Este 18 de marzo ha salido publicado el libro Relatos Paganos, EUNED.


Gracias a la EUNED por llevar este texto a los lectores.


Gracias a los amigos, por creer mejor que yo mismo.


Gracias a las Furias por interponer todos los obstáculos.


Gracias a los paganos por resistir milenios.


Gracias a los dioses sempiternos,


contra quienes habremos de luchar hasta el fin del tiempo.



lunes, 8 de marzo de 2010

El amor culpable

Decía Saulo de Tarso:

“¡Hermanos! Aspiren a los dones
de Dios más excelentes.
He de mostrarles el mejor
de todos los caminos:
Aunque hablara las lenguas
de los hombres y de los ángeles,
si no tengo amor, no soy más que bronce
que resuena o platillos que aturden.
Aunque tuviera el don de profecía,
penetrara todos los misterios,
poseyera toda la ciencia y mi fe
fuera tan grande como para trocar las montañas,
si no tengo amor, nada soy.
Aunque repartiera en limosnas
todos mis bienes y aunque me dejara quemar vivo,
si no tengo amor, de nada me sirve.
El amor es comprensivo, el amor es servicial
y no tiene envidia; el amor no es presumido
ni se envanece; no es mal educado ni egoísta;
no se irrita ni guarda rencor; no se alegra con la injusticia,
sino que goza con la verdad. Eternamente perdona,
cree sin eternamente, espera eternamente, soporta eternamente.
El amor no pasará jamás.”

¡Qué inspirado! Existe, no obstante, un pequeño, pequeño detalle aquí: no se trata de la palabra latina ‘amor’ la que aparece en el original. Es ‘caritas’. Esta resemantización juedeocristiana no es casual. Y, en otro sentido, es harto necesario para el sostenimiento de una fe basada en el dolor y el sufrimiento, divino bálsamo para lavar nuestras imperfecciones, ante un tema tan delicado como el amor. El amor se entiende como un estado del alma donde hay plenitud. Plenitud que el ser humano de todos los tiempos ha entendido como alegría, tranquilidad, solaz, placer. Difícil equiparar a estas condiciones óptimas del ser, el dolor y la miseria. Pues esa ha sido la gran empresa del judeocristianismo: instaurar el dolor, vestido de amor. La gente herida es más fácil de domeñar que los sanos y vigorosos.
Nacidos en el seno del cristianismo; más aún: criados en una sociedad confesional, no tenemos más salida que sentir en nuestro flaco cuerpo todas las experiencias del discurso juedocristiano. La más cruel de todas es su sentido del amor.
El amor judeocristiano debe ser, por fuerza, doloroso. Debe causar dolor para que purgue su origen profano, hedonista, en una palabra, demoníaco. Sólo así nos dejamos sentir amor los cristianos.
Amamos en medio de las inclemencias. Buscamos exactamente a la persona que nos hará sufrir y elevamos para ella el altar construido de nuestro amor más dulce. Labramos un ídolo con la pobre carne del mortal que amamos y lo colocamos encima de nuestras cabezas.
Se ama en la margen, en la obscuridad, en el silencio, en la noche tenebrosa, bajo la máscara del pecado. Amamos a quien no merece, a quien no se conmueve, a quien ama a otro, sólo para enconar más la herida de nuestra maldita herencia de Eva.
Cuando un alma tierna viene a nosotros en busca del cobijo de nuestra égida, airados y con una cruel sonrisa de desprecio, doblamos el desdén que afectaríamos por una criatura monstruosa, con tal de estrujar aquel corazón que con sutilezas y titubeos se ha acercado a nuestro terrible amor.
Cuando al fin, en medio de las tribulaciones, nos vinculamos a otra pobre criatura, tan débil y cicatrizada como nosotros, no pasa un día en que ambos amantes se arrojen las flechas más tóxicas y los más ponzoñosos estiletes. Hasta consumir toda alegría, todo solaz, toda gracia. Este amor nuevo es un rostro acardenalado y lleno de horrendos escupitajos, clavado en el árbol de la vergüenza y coronado de ignominias. Ya lo decía Wilde:

“Yet each man kills the thing he loves
by each let this be heard,
some do it with a bitter look,
some with a flattering word,
the coward does it with a kiss,
the brave man with a sword!”

Dejado en inglés para evitar cualquier ambigüedad. Y sí, por cierto, si vamos a creer en la literatura, éste último lo dice mejor.