
San José es demasiado injusta con Cartago. No por haberle quitado la capital. Eso estuvo muy bien (Dios nos libre), sino por no comprender el sentido profundo del sufrimiento de esta vieja ciudad y abandonarse tranquilamente a los prejuicios más crueles.
Se acusa a mis nuevos convecinos de ser desconfiados, asustadizos, ensimismados, huraños, de ostentar una especie de soberbia derrotada, de ser obstinados y silenciosos. Todo ello, claro, es muy cierto -sin derecho hasta ahora de hacer la salvedad de nadie, pues, en un año de vivir en la ciudad, no he visto nada que me disuada de esos rasgos. Pero como estoy convencido de que todas las generalizaciones son, necesariamente, falsas, decido comentar mi tesis. (¡Ojalá no termine haciendo yo mismo una generalización, como ocurre de continuo!)
Cartago no tiene la culpa de ser Cartago. Cartago fue designada por el poder central de este país como “Cartago”, sin remedio, sin derecho a protestar, sin derecho a nada... “Cartago, el mito”. Para la gente de San José y el resto de ciudades grandes es muy conveniente que Cartago sea Cartago: en ella, todos los caracteres nacionales, todos los rituales adustos y todas las tradiciones viciosas que enorgullecen al ser costarricense oficialmente establecido, tienen su asidero, su residencia. ¡Qué bien! De esa manera, al oeste del Ochomogo, todo el mundo puede ser libre y feliz, mientras la impronta de campesinos sencillos, devotos y montaraces permanece intacta tras las montañas, en la triste y olvidada ciudad de Cartago, ese receptáculo de la culpa, ese botadero de la moral costarricense, ese banco de la humilde vergüenza cristiana.
¡Todo el mundo se queja de Cartago! No sólo los cartagineses -quienes podrían tener buenas razones para hacerlo- sino que todo el mundo... se burlan de haber sólo cuatro bares visitables, de que en ellos la gente permanece sentada y hablando entre los mismos, del clima, de que “está muy largo”, etc. No obstante ello, las otras ciudades duermen tranquilas en su ebriedad desenfadada, mientras todo el peso de la moral tica cae sobre los cartagineses con el desmesurado volumen de una enorme basílica. ¡Ah, claro...y la Basílica! Allí, ese símbolo de la “identidad” (¡bah!) costarricense, de la devoción de un pueblo de “buenas costumbres” y muy “educado” -nótese que empleo la retórica ambigua de las maestras del sistema educativo-, de la “fe” de un pueblo se levanta impasible... lo suficientemente “largo” como para que la liberalidad de los modernos metropolitanos no sea sorprendida en su acto de voluptuosidad.
Es muy fácil ser puritano en San José, en Cartago es muy difícil porque hay que serlo de verdad: la Negrita está muy cerca y nos verá hacer maldades... ¡Qué vergüenza! Por eso los jóvenes aquí sufren mucho. Sus padres los obligan a cumplir una régula que, no los padres nada más, sino todo un país y su moral retrógrada les impone. Deben esconderse -es comprensible que tengan miedo de todo-, deben negarse tres, cuatro, mil veces, deben desconfiar de todos -pues alguien podría delatarlos, otro... también consumido por el miedo, uno que venderá a su hermano, pues le han enseñado a ser un cobarde, bajo la norma del cilicio. Y todos ellos, en sus almas, cociendo un odio y una culpa y una soledad que no les pertenece.
Y se pregunta uno: ¿por qué este ensañamiento contra Cartago? ¿Acaso a los guanacastecos se los obliga todo el tiempo a andar en enaguas gigantes todo el día, a lucir chonetes y a bailar el tambito? Por otro lado, se ha reflexionado en el hecho de ¿qué haría la libertina San Pedro con una basílica enorme como la culpa en sus vecindades? ¿Cómo florecería el alegre mercado del opio en Alajuela si, en lugar de un aeropuerto rebosante de internacionales delicias, tuvieran una piedra mágica de donde es imposible mover a la Madre de Cristo? Y las legiones rojas de la UNA ¿no sentirían un escalofrío cuando, a sus espaldas, susurrara la abuela cuaresmática: ¡que vergüenza, papito, la virgencita lo está viendo transgredir!? Encima, Cartago está considerada en el mundo académico desde la pura perspectiva tecnológica -en el sentido moderno, claro. No hay un teatro, no hay una sala de conciertos propiamente dicha, el centro cultural de la ciudad es pequeñísimo y parece que la filosofía y el debate de los “valores” nacionales no son problema de ITCR, hasta donde me he informado.
A Cartago se le ha asignado, en la agenda histórica de los deberes nacionales, únicamente la obligación de cultivar la doble moral de nuestro pueblo. Para no aburrir con discurrimientos teóricos, me limito a dar noticias de algunos casos ejemplares que podrá el lector interpretar:
En un bar -lugar que revela nuestras almas fustigadas- cuatro muchachas y un muchacho... el muchacho está allí no para divertirse sino para “cuidar” a las hembras del clan; cuando llega un forastero a hablar con alguna de ellas, él debe mostrarse receloso y grosero; quizás, llegar a los golpes. Igualmente, él no pretende cortejar a ninguna muchacha, pero siente el deber de velar por su “virtud”. El resultado es que todo el mundo, locales y extranjero, sufre.
En otro bar, uno “gay”, afirma el dueño que: “Aquí no se permiten las escenas amorosas”. No se le puede agregar nada a eso.
En la parada de buses uno le pregunta con todo respeto y modales ingleses a una señora una dirección y ella se molesta porque no se siguió protocolo (¿cuál?), por ello no contesta y se muestra ofendida en su amor propio.
Un tipo te lleva al trabajo en su carro, lo cual se reditúa. Una día, te dice que el carro se ha descompuesto... No pasa nada... uno toma el bus y ya. Una vez en el trabajo, uno ve entrar al tipo en el carro, con otro tipo, también compañero del trabajo, sólo que este vive en San José. Conjetura muy parecida a la verdad: El tipo no durmió en Cartago sino en la casa de su amigo en San José, pero nadie debe enterarse ¡JAMÁS!
A lo largo de la carretera, entre la bruma helada, se siguen a cortos trechos los carros con parejas de enamorados. No tienen dónde ir, no pueden vivir independientes porque eso no es bien visto, los bares no son lugares decentes para las parejas; en la mínima intimidad del metro cuadrado que disponen en medio de la calle, habrán de practicar un amor trémulo e indeciso. ¡Es un horror no tener un carro!
Es una fiesta. El lugar está a reventar. La mayoría de los presentes son hombres. Hay demasiados hombres y poquísimas mujeres. El lugar se calienta, el licor y el tabaco enrarecen el aire... demasiados hombres... poquísimas mujeres, mientras la naturaleza apremia... cada vez, el sexo femenino escasea más, las mujeres deben marchar, pues “es tarde”, los hombres quedan solos... nuevamente la soledad, la tristeza de volver a la casa materna, la tristeza de no haber amado tampoco hoy, y el horror a la pederastia...una chispa, una chispa cualquiera desatará el incendio. Minutos después, bajo una lluvia de cristales afilados, el rostro de un hombre desaparece bajo el peso de una inmensa piedra. La sangre parece una fuente rota.
En otras partes no se conoce con esta facilidad a jóvenes que amen tanto el opio. Es un amor obseso, ilimitado, como el que se experimenta por una mujer o un hombre, es un amor doloroso y lleno de insatisfacciones, pues está allí para suplir al verdadero amor que no aparece, que es demasiado prohibido.
¿Se puede decir que todo esto es normal en Cartago porque Cartago es un “pueblo”, una aldea? ¿En realidad se puede decir algo así -admitiendo por un momento ese absurdo urbanocentrismo imperante? ¿En realidad, esto no debería alarmar? ¿No debería provocar debate, discusión? ¿Acaso, “no importa”?
Cuando la tarde despeja y la imponente bruma secular descansa majestuosa sobre los cerros colosales que sirven de centinelas invencibles a la vieja Cartago, un sol de oro blanco inunda como el aire el paisaje todo. Los campanarios se levantan impasibles entre la deflagración del ocaso. Una helada briza templa los músculos y apura el pulso. Las solemnes ruinas extienden sus jardines, donde esa rara belleza morena de ojos claros o rubia de mirada bruna se despliega en solaz tranquilo: mujeres de nigérrimos cabellos como la seda y prominente pecho de halcón, varones de perfil recio y corpulencia helénica... luego de romper “la bruma”, gente encantadora, refinada, atrevida, dulce y culta, buenos bebedores, excelente amantes. Esa es la gente de Cartago, más allá de su condena, más allá de nuestros prejuicios.
¿Acaso me equivoco... y todo son delirios por ser un paria que vive aquí y allá, impresiones despreciablemente subjetivas? ¿Acaso lo mismo se puede decir a la vez de Cartago y Londres? Pero si tengo algo, un poquito de razón en lo que he expuesto, sería bueno que revisaremos nuestras opiniones, esas que esgrimimos con tanta libertad, sobre nuestros hermanos de Cartago. Es fácil regañar a los hermanillos por no hacerle caso a la mamá o burlarse de ellos porque sí le hacen caso... cuando uno ya no vive en... casa de la mamá. Vale!